sábado, marzo 10, 2007

EDUCACIÓN INTEGRAL

AICA Documentos - Monseñor Héctor Aguer

EDUCACIÓN INTEGRAL

Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la misa para los educadores de la arquidiócesis
(28 de febrero de 2007)

Ésta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás (Lc. 11, 29). Jesús se refería así, críticamente, a los fariseos y saduceos que rehusaban creer en él pero le reclamaban señales prodigiosas que su ceguera les impedía percibir y aceptar como indicios de la autoridad divina del Señor. Es Dios quien envía signos del cielo, son signos de su deseo de salvar que deben ser reconocidos en la trama de los acontecimientos históricos; el hombre de fe los interpreta y reacciona condignamente ante ellos esbozando una respuesta de obediencia y amor. El signo de Jonás era la persona misma del profeta y su mensaje que anunciaba el juicio e instaba a la conversión. Jesús ofrecía a su pueblo la señal definitiva de la salvación de Dios. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación (Lc. 11, 30). Lo será, lo es, en virtud de su presencia y a través de su predicación, confirmada con portentos y milagros, el mayor de los cuales es la resurrección. Los cristianos reconocemos como signo expresivo y total del amor salvífico de Dios a Cristo muerto y resucitado por nosotros; a la luz del misterio pascual juzgamos la historia y la cultura de nuestro tiempo. El Espíritu Santo comunica a la Iglesia, con el sentido de la fe, el don del discernimiento. Es un don inestimable que el cristiano recibe con humildad, en comunión con la Iglesia y sus pastores; lo cultiva con sabiduría y lo ejercita a la vez con temor y confianza, procurando no incurrir en el reproche del Señor: ¿cómo no saben discernir el tiempo presente? (Lc. 12, 56); ¡saben interpretar el aspecto del cielo, pero no los signos de los tiempos! (Mt. 16, 3).

En el lenguaje teológico y pastoral de las últimas décadas la categoría “signos de los tiempos” ocupó un lugar preponderante. No siempre fue correctamente entendida y sufrió algunas manipulaciones ideológicas. Pablo VI se refería a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su vigilante capacidad de estudiar los signos de los tiempos, es decir, a su juvenil agilidad para probarlo todo y apropiarse de lo que es bueno, siempre y en todas partes (Ecclesiam suam, 46). Esta facultad eclesial de discernimiento nos permite distinguir luces y sombras en el complejo panorama de la sociedad actual, especialmente en aquellos ámbitos pastorales problemáticos en los que se juega la relación entre la fe y la cultura. Si nos valemos de esa capacidad podremos también evaluar con objetividad, serenamente, nuestras tareas educativas y apostólicas, reconociendo nuestras fallas sin desesperar y apreciando con modestia nuestros logros.

Cuando está por iniciarse el año escolar nos reunimos para celebrar la Eucaristía, para encomendar a la gracia de Dios nuestros buenos propósitos e implorar una abundante bendición sobre los trabajos que vamos a emprender. Lo hacemos con la esperanza de que este año sea mejor que el anterior. Un año mejor, no porque podamos, al llegar diciembre, exhibir con satisfacción éxitos indiscutibles, ya que –lo sabemos muy bien- los frutos de la tarea educativa no son inmediatamente computables, y con frecuencia se cumple el proverbio citado en el Evangelio: uno siembra y otro cosecha (Jn. 4, 37). Debemos aspirar a que este año nosotros seamos mejores: más lúcidos, más generosos, más pacientes, identificados más gozosamente con nuestra vocación.

No es éste el momento de analizar el estado de la escuela católica en la Argentina de hoy y en nuestra arquidiócesis, pero tampoco podemos eludir una brevísima consideración. El subsistema educativo de la Iglesia se ha desarrollado ampliamente en las últimas décadas, no sin grandes sacrificios; su expansión ha sido presidida –es justo reconocerlo- por un propósito cierto de evangelización. El Concilio Vaticano II recogía una tradición varias veces secular al atribuir a la escuela católica esta finalidad: ayudar a los adolescentes para que en el desarrollo de la propia persona crezcan según la nueva creatura que han llegado a ser por el bautismo; y añadía otra nota distintiva: ordenar toda la cultura humana según el mensaje de salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre (Gravissimum educationis, 8). Deberíamos sopesar con diligencia estas palabras y asumirlas como criterio continuo de evaluación.

Me ha impresionado mucho recibir, recientemente, el aporte crítico de varias personas prudentes y expertas en las disciplinas académicas que no vacilan en pronunciar un juicio severo sobre la situación global de la educación católica en el país. No se trata de una postura pesimista, sino de una constatación que se impone: de hecho, nuestros colegios, considerados en su conjunto, no son la forja de una juventud auténticamente cristiana. La cultura ambiente puede más. Tendríamos que reconocer incluso que muchos jóvenes egresan de nuestras instituciones ignorando las verdades fundamentales de la fe católica y ganados en sus opciones personales por los vicios de la época. Me permito hacerme eco de esta visión realista de las cosas no para promover el desánimo, sino al contrario, para sugerir la necesidad de una reacción meditada, orgánica, fundada en una sana renovación de actitudes y métodos, que mantenga siempre en alto el ideal y procure realizarlo con decisión y fervor. Las líneas pastorales del Episcopado Argentino han asumido este propósito: procurar que ningún educando egrese de nuestras instituciones sin una adecuada cosmovisión cristiana (Navega mar adentro, 97 b). Apunta también ese documento que tal visión cristiana del mundo es capaz de conducir a los jóvenes a interiorizar el amor y la fe, a un activo sentido de participación y pertenencia a la Iglesia, que no ha de estar disociado del compromiso personal y solidario a favor de una sociedad más justa y fraterna.

La ley de Educación Nacional recientemente promulgada registra el concepto de educación integral. Para nosotros es algo archisabido, que recibimos de la fecunda y bellísima tradición pedagógica de la Iglesia, que abreva en fuentes bíblicas, helénicas y romanas. Es de lamentar que los legisladores hayan eludido la explicación de ese concepto, para no verse quizá en la obligación de mencionar la dimensión trascendente, espiritual y religiosa, de la persona humana. En la escuela argentina está prohibido hablar de Dios; lo veta un laicismo ancestral, agravado ahora, si cabe, en su versión posmoderna. ¿No advierten los funcionarios que es por eso que fracasan todas las reformas?. Nuestros niños y adolescentes se ven sometidos como cobayos a sucesivos experimentos, y nosotros al periódico trasiego de mudar planes, edificar o derribar paredes y soportar nuevas requisitorias e intromisiones, tratando con discreción y paciencia de que la libertad de enseñar y aprender sea algo más que un abstracto derecho constitucional.

En nuestro ideario, el concepto de educación integral tiene ante todo un significado objetivo: es la sabiduría cristiana, que abarca una doble síntesis: de la fe y la cultura, de la fe y la vida. La enseñanza religiosa escolar debe brindar a los alumnos el conocimiento de la fe, ha de hacerles percibir el gozo de la verdad católica, de modo que a la luz de la Revelación pueda intentarse una integración del saber mediante un serio trabajo interdisciplinar. La enseñanza religiosa hace las veces de una teología escolar. La catequesis, por su parte, procura la asimilación vital de la verdad, encamina a la formación de la conciencia, alienta a la práctica de las virtudes, favorece -incluyendo los momentos sacramentales- el encuentro personal de nuestros chicos con Cristo. El papel del sacerdote capellán es aquí decisivo, en pleno acuerdo con el catequista.

En esta doble síntesis se muestra el cristianismo como totalidad, como respuesta plena a las inclinaciones del hombre, a sus necesidades superiores, a su vocación sobrenatural.

Me detengo ahora un momento en señalar el aspecto subjetivo de la educación integral. Lo que procura el proceso educativo es el pleno desarrollo de la personalidad humana. La Ley Nacional acierta al proponer esta finalidad. Lo que me interesa señalar es el flanco socrático de esta cuestión. Tenía razón Sócrates cuando sostenía que el alma puede alcanzar la verdad sólo si está grávida de ella; el discípulo que tiene el alma grávida de la verdad necesita de una suerte de obstetricia espiritual que la ayude a salir a luz. Ésta es la célebre mayéutica, el arte de hacer parir. El educador, usemos mejor el nombre sagrado, el maestro, tiene que ayudar al joven a ser hombre, a hacerse hombre (o mujer, claro está; humano quiero decir, plenamente humano), a adquirir aquella sensatez -conocimiento y virtud - que le permitan ubicarse con sentido en el mundo, con fines en la vida. El educador cristiano, el maestro cristiano, contribuye eficazmente a que el niño llegue, con la gracia de Dios, a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4, 13).

Este oficio mayéutico es un empeño de amor, de un amor perspicaz que otorga al maestro la habilidad de tomar en cuenta, como punto de partida, lo que el discípulo sabe, más aún aquello a lo cual aspira profundamente. Es muy probable que los niños hayan llegado a percibir, a su manera, esas aspiraciones suyas, a pesar de las fluctuaciones y de la versatilidad propia de sus pocos años. Es fundamental que ellos se den cuenta de que son miembros activos de una empresa común y los verdaderos protagonistas de los propósitos educativos de sus maestros. Se puede pensar entonces que todo proceso educativo es en cierta dimensión, y progresivamente cada vez más, un proceso de autoeducación. El arte paciente del maestro puede aprovecharse de este consejo que desliza Platón en el Libro V de las Leyes: lo que honra verdaderamente es atender a lo mejor que hay en nosotros y dar toda la perfección posible a lo que es menos bueno pero susceptible de enmienda.

La formación personal del alumno no sería acabada si no se lo capacitase para ejercer un pensamiento crítico respecto de las opiniones que cobran una vigencia tiránica en la cultura actual y que tantos aceptan gregariamente, sin chistar; pensamiento crítico para desarmar los artificios destructivos del constructivismo social; para desbaratar las falsas certezas con las que la turba mediática pretende reemplazar las luminosas certezas cristianas y obturar el dinamismo más hondo del espíritu, hecho para la verdad, el bien y la belleza. Pienso particularmente en la necesidad de pertrechar a los niños, a los adolescentes, de convicciones vitales, netas, puras, fundadas en el sentido de la naturaleza humana y su trascendencia, sobre el sexo y el amor, la virilidad y la feminidad, el matrimonio y la familia, ante el contrabando de la “perspectiva de género”, una de las peores imposiciones de la nueva ley. Será imprescindible también que adquieran el sentido cristiano de la historia, que en la descripción de la gran aventura humana a través de los siglos deja percibir el riesgoso juego de la libertad de sus protagonistas, con sus heroísmos y vilezas, pero también la presencia de Dios que guía con su providencia el decurso de los tiempos e inscribe en la trama de la historia de los hombres la historia universal de la salvación. Así podrán interpretar correctamente el pasado nacional y no comulgarán con ruedas de molino. Vale la pena la advertencia, cuando la historia oficial que se pretende imponer ignora la acción civilizadora de la Iglesia y encara nuestro doloroso camino, en especial el período más reciente, a la luz de una ideología sectaria que sólo puede alentar resentimientos.

Un último dato para completar el concepto de educación integral. La misión del colegio católico no se reduce a los límites del horario y del currículo. Tendría que estar siempre abierto, como casa y hogar de nuestros chicos, para ofrecerles a través de tantas actividades asistemáticas como sugiera a los educadores su instinto de padres y madres de sus alumnos el complemento afectivo, lúdico, amical, que les facilite sentirlo y vivirlo como una comunidad, como un patio entrañable de la Iglesia, como una escuela de fraternidad cristiana.

Queridos educadores platenses: que el sacrificio eucarístico que ahora ofrezco por ustedes y con ustedes nos obtenga a todos, de Dios misericordioso, intelecto de amor, laboriosidad y coraje para afrontar con serenidad y alegría la tarea del año.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata