miércoles, septiembre 10, 2008

HISTORIA DE LA CALANDRIA ENTREGADA

HISTORIA  DE  LA  CALANDRIA  ENTREGADA
                                                                                              Hugo Esteva


“La calandria está triste, ¿qué tendrá la calandria?
Las palabras escapan de su boca rehecha,
Que ha perdido la forma, que ha perdido el control.”



            Razón había tenido el tero cuando, hace mucho tiempo ya (ver Patria Argentina de abril de 2007), vaticinó que todo eso de la candidatura de la calandria no era sino una venganza del pingüino, que le encajaba así los fardos de su propia ineptitud, y anticipó que la iba a embromar.
Días apenas duró el romance de esta pobre chica de barrio con el poder (se dice aquí “pobre” en el más estricto sentido espiritual, porque en verdad la calandria viene cumpliendo crecidamente con todos sus antiguos “berretines de bacana” si de pilchas, carteras y bijouterie se trata). A poco, cantidad de horneros, comandados por unos cuantos pichones de tero bien despiertos, se le pusieron por delante y le dieron más de una mala noche al trastabillado compás de batientes cacerolas. ¡Cómo no se le iban a alzar los caseros si, mal aconsejada por el pigüino y los loros de su alrededor, les quiso ir a sacar la comida de adentro del nido! Ya se sabe que las calandrias son ligeras y amigas de lo ajeno, que lo llevan dentro; pero esta vuelta se le fue la mano con la pretensión de retener lo que no debía. Y pasó que mismo las horneras y horneritas del barrio que ella había elegido cuando aterrizó en la metrópoli para hacer vida de soltera, fueron las que le metieron más barullo. En fin, que nadie se hace vecino de un día para otro, se dijo la calandria reina sin ocultar ningún resentimiento. El hecho es que el loraje senatorial se le fue desparramando y ya sabemos el golpazo que se llevó.
Dicen que de ahí en adelante lo que más quiere es dormir. Y que si le toca yirar, lo que elige es yirar lejos.
Sin embargo, le corresponde seguir gobernando, que para eso la dejó el pingüino de pantalla. Y aunque en el desparramo perdió hasta a uno de los loros más cercanos (que como buen charlatán ahora no se priva de sacar los cueros que antes manoseaba) y hoy por hoy no tiene a nadie en quien confiar a su alrededor, se acompasa con sus propias palabras, se recompone y canta (canto ajeno, imitación, siempre así son las calandrias) como si nada. Eso sí, no le pida que haga algo más.
La cosa que le dejó el pigüino no viene fácil, es cierto. Lo más embromado es que el pigüino agotó la confianza, y sin confianza no hay gobierno. En un país donde todos los pájaros hemos sido corridos por distintas plagas y por toda clase de depredadores, el margen de confianza es más que angosto. ¿Y sabe qué pasa cuando no hay confianza? Hay inflación. Si, encima, usted le miente groseramente a la gente porque necesita aplastar sus índices para mostrarlos afuera, el resultado está cantado. Porque las sucias palomas urbanas y los gorriones piojosos no sólo no cambian, sino que se ponen peores y empiezan a especular a lo loco. Una vez lanzados, no pueden parar. Crece el caos, marcan y remarcan, compran y revenden, esconden y acumulan, se entregan a la especulación, se “reciclan” (los industriales se hacen importadores, los comerciantes se hacen prestamistas, los profesionales se hacen comerciantes, y así siguiendo) y después siempre “la culpa la tuvo el otro”. El asunto es no empujar la bola de nieve; pero el tirabolas del pingüino –como si no viniera del Sur- la largó cuesta abajo y ahora se hace cada vez más grande.
Por estas y otras razones, aun razones de carácter, ya que la calandria tiene sus días buenos y sus otros medio depresivos, la señora está medio harta. Sólo se compone cuando le toca inaugurar, aunque sea sólo una mano de pintura, como en el aeropuerto de Resistencia. Así no se pasa a la historia ni siquiera cuando se está al borde del Bicentenario. De manera que había que hacer algo espectacular y ahí apareció la idea del tren bala. Aunque suene ridículo, aunque suene a cuento. Claro, la idea no vino sola; llegó acompañada de necesidad financiera, para lo cual hubo que salir una vez más a pedir. Y como las urracas extranjeras, las grandes urracas digo, no dan sino por mucho a cambio, se juntaron para exigir garantías a la, a esta altura, ya pobre calandria regalada. Primero surgió lo de las retenciones al yuyo, que desató la tormenta y la hizo menos confiable todavía para las urracas: ahí nomás le pidieron que cancelara viejas deudas heredadas. Entonces vino lo de las reservas, que parecen bastante más truchas de lo que le habían dicho los loros a su confundida jefa. Y la calandria, que de estas cosas poco entiende, apretada en la intimidad por un pingüino cada día más ocioso y barrigón, anunció la entrega con tono de “liberación nacional”.
Minutos duró la euforia. Ahora va a haber que ponerse en serio para que todo siga igual. O para que los buitres de todas layas se tiren a embargar cuanto crédito logre la calandria para obtener la bala de sus sueños.
Lo peor fue el espectáculo, y eso sí va a durar para siempre. Me refiero al espectáculo de los pájaros carpintero, de los leñateros, de las urracas locales, de todos esos pseudo-industriosos que se transforman, se reciclan, se trasvisten a la menor voz de áura. Daban asco, eternos entreguistas que también se abrazaron cuando creían que iban a meterles las retenciones a los horneros y a los teros, aplaudiendo de pie a la calandria yacente. Lo único que me hicieron pensar es que quizás alguno se hubiera quedado con ganas de volteársela, pobre calandria entregada.
Difícil situación la que se viene, se dijeron los trabajadores horneros. Y como el tero, además de ser valiente, tiene fama de agorero, se fueron a preguntarle por el destino de la calandria. Lo encontraron serio y compuesto, como siempre; pero alerta como nunca. Primero les comentó lo de la desconfianza, sentimiento que una vez establecido no desaparece más. Después habló del riesgo de andar tan arrimada –se refería a la malquerida reina- al gavilán pollero venezolano que en cualquier momento, además de apretarla, le mete la mula. Y, finalmente, sentenció:
“A esta muchacha platense, la ha enloquecido el tren bala,
No ve la hora de irse ‘¡A Córdoba, sin escalas!’
Lo que no sabe la moza es que cuando uno arranca
Con tanta velocidad, pronto se queda sin cancha.” 
Los horneros no ocultaron algún desconcierto. Pero decidieron hacer planes a corto plazo, por las dudas.