lunes, enero 04, 2010

Desdichadas las naciones...

ABC.es
Sábado , 02-01-10
¿Cuál es la virtud del buen gobernante? El sentido del bien común, sin duda; a lo que los antiguos denominaban «espíritu público». Para entender lo que es el espíritu público habría que imaginar a una sociedad o a una nación como una mancomunidad de almas que logran anteponer sobre sus apetencias y deseos particulares una aspiración colectiva; cuando tal aspiración se extingue, o cuando el barullo de apetencias y deseos particulares la asfixia, la mancomunidad se resiente, hasta perecer. Muchas han sido, a lo largo de la historia, las sociedades y naciones que han perecido; y muchas más las que, sin llegar a perecer, se han mantenido durante siglos como nombres vacíos, «desalmadas» por ausencia de mancomunidad. La misión de los buenos gobernantes consiste en mantener dicha mancomunidad; y el pecado de los malos gobernantes consiste en eliminarla, en despreciarla o simplemente en ignorarla.
Para mantener tal mancomunidad el gobernante requiere sentido del bien común, que es primero una percepción de índole intelectual y después una «pasión política»; es decir, primero una capacidad para percibir con clarividencia lo general (y lo general está constituido de cosas invisibles, bienes no meramente económicos que conforman la salud de la nación) y después una voluntad recta para promover su realización. Para la percepción del bien común, el gobernante tiene que elevarse sobre los intereses particulares de familia, grupo o clase, incluso sobre los intereses ideológicos que defiende, lo que exige una capacidad para sacrificar sus propias preferencias y una amplitud de miras propia de los espíritus superiores. Para la realización de ese bien común, hace falta mucho amor al prójimo, que incluye tanto la facultad de socorrerlo en sus necesidades como la facultad para corregirlo en sus excesos.
El mal gobernante antepone sobre el bien común el interés propio, que cifra en el mantenimiento del poder que le ha sido concedido; y, para mantener ese poder, satisface los intereses de la familia, grupo o clase que lo ha encumbrado, en la certeza de que al arrimo de esos intereses, la familia, grupo o clase que lo sustenta será cada vez mayor, pues irá incorporando a su número a quienes no perteneciendo originariamente a esa familia, grupo o clase desean disfrutar de sus ventajas. Y, a la vez que satisface los intereses particulares de los afines, el mal gobernante se preocupa de agraviar a los adversos, negándoles los suyos, en la certeza de que así el número de los adversos será cada vez menor, pues sobrevivir en la intemperie es condena que sólo los más fuertes sobrellevan. Así se rompe la mancomunidad o aspiración colectiva de la sociedad; y donde pudo haber mancomunidad florecen las heces del odio, que a la vez que disuelven la sociedad alimentan la hegemonía del mal gobernante. Y para que ese odio no haga sino crecer, el mal gobernante dedica su torcida voluntad a limar la fortaleza de los adversos, abandonándolos en sus necesidades, a la vez que satisface a los afines aun en sus excesos; o, sobre todo, en sus excesos, porque sabe que satisfaciendo esos excesos no hace sino convertirlos en sus esclavos, pues no hay mayor dependencia que la de quien ve encumbradas sus apetencias particulares, por egoístas o criminales que sean, sin corrección alguna.
Al buen gobernante, en su búsqueda del procomún, lo guía primero el sentido del sacrificio y la amplitud de miras, que son prendas propias del hombre generoso; y después el amor al prójimo, que es prenda propia del hombre magnánimo. Al mal gobernante lo guía primero el instinto de supervivencia propia lograda a costa del procomún, que es rasgo distintivo del hombre mezquino; y después el ánimo de encizañar a sus gobernados, hasta que su convivencia se torna insoportable, que es rasgo propio del hombre malvado.
Desdichadas las naciones que son gobernadas por hombres mezquinos y malvados.
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