martes, enero 19, 2010

La Navidad No Es Una Fábula.Mons-Agüer.24-12-09

La Navidad No Es Una Fábula

Homilía de la Misa de Nochebuena. Iglesia Catedral, 24 de diciembre de 2009.


            El relato que San Lucas nos ofrece de lo ocurrido en aquella primera Nochebuena no es un hermoso cuento infantil; tampoco lo es la celebración que la Iglesia hace cada año de aquel acontecimiento, repetida en las innumerables nochebuenas de la historia cristiana. El Papa Benedicto XVI lo ha recordado hace unos días al augurar una feliz Navidad a los peregrinos reunidos en Plaza San Pedro: Hoy, –ha dicho el pontífice– como en los tiempos de Jesús, la Navidad no es una fábula para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad en busca de la verdadera paz.

            El evangelista quiso destacar el carácter histórico y la importancia universal del nacimiento de Jesús y por eso lo vinculó con una decisión del emperador romano. Cayo Julio César Octaviano Augusto era el amo de occidente en aquellos años. Giovanni Papini, cargando las tintas, lo retrató con rasgos macabros: cobarde en la guerra, vengativo en las victorias, traidor en las amistades, cruel en las represalias. Augusto se había propuesto que sus ciudadanos vivieran en un mundo en paz; era un hombre de espíritu organizador, amante del orden, que controlaba la marcha del imperio mediante frecuentes registros. El censo del cual habla San Lucas fue realizado por el rey Herodes y tenía por principal objeto actualizar los padrones que facilitaban el cobro de los impuestos. Este dato de la historia general explica de qué manera providencial se cumplió el oráculo del profeta Miqueas acerca del lugar de nacimiento del Mesías, descendiente de David. Los historiadores discuten sobre los detalles de aquel censo. Al parecer, se hizo no a la manera romana –inscribiéndose cada uno en el lugar de su residencia actual– sino según la usanza judía, que establecía el empadronamiento en la ciudad de origen de la familia. Otros autores sostienen que la directiva era ambigua, y que José podía elegir: inscribirse en Nazaret, donde él y María vivían, o viajar a Belén.

            José decidió cumplir con la obligación impuesta en la ciudad de David, del cual descendía su familia. Quizá otra razón medió para que se encaminara hacia el sur, para que se cumpliera así la profecía. María estaba unida a José por el acuerdo matrimonial que habían suscrito; estaban, por tanto, legalmente casados. Pero aún no se había celebrado la boda y no habían iniciado la convivencia –según la costumbre de entonces– cuando María quedó embarazada. José reconoció con veneración el misterio divino que se había obrado en su esposa y se dispuso, por indicación del cielo, a asumir la paternidad del Niño. Pero ese misterio resonante de la encarnación de Dios, obrado en el silencio, no debía ser todavía divulgado. Podemos imaginar las habladurías de la gente de Nazaret y la situación socialmente incómoda que se creó para María y José, presionados por dudas maliciosas y las críticas.

            Por una razón o por otra emprendieron aquel viaje de cerca de 150 kilómetros, peligroso para una mujer en estado avanzado de gravidez, en condiciones harto difíciles. Los caminos de la región no eran las calzadas romanas, sino poco más que atajos que se abrían en suelo rocoso y resbaladizo. Fueron a Belén, un poblado minúsculo; si quedaban parientes allí no parecen haber sido hospitalarios, ya que María dio a luz en condiciones precarias, en un establo de las afueras. El Hijo de Dios, el verdadero Rey del universo, nació como desplazado y forastero. El contraste no pudo ser mayor: el mundo disfrutaba aparentemente de la paz de Augusto, custodiada por legiones; en aquel ignoto rincón de la tierra Dios ofrecía la paz verdadera como respuesta al drama de la humanidad. Del acontecimiento central de la historia humana, ocurrido de modo tan desconcertante, sólo se enteraron unos pastores de los alrededores, gente baja, sospechosa, despreciada. Se cumplía lo que la Virgen había proclamado en su cántico, en el que habló del Dios que derriba a los poderosos de su trono y eleva a los humildes, que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías (cf. Lc. 1, 52 s.).

            El Evangelio de la Nochebuena, que ahorra todo detalle sobre las circunstancias del nacimiento, afirma que María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre (Lc. 2, 7). La fe de la Iglesia ha presentado siempre ese parto como virginal, porque atribuye a las palabras de San Lucas una precisión estricta. No hubo allí partera, ni hizo falta; no se dice que María estuviera sola, pero sí que fue ella misma quien dio a luz e inmediatamente envolvió y acostó al recién nacido. Pudo hacerlo sola porque –como se decía en los viejos catecismos– el Niño salió de ella como el rayo de sol pasa por un cristal, sin romperlo ni mancharlo. Lo mismo sugería, con otra imagen, San Jerónimo: Jesús se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia, sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento. En los íconos orientales tres estrellas adornan el manto de María; ella es la siemprevirgen: antes del parto, en el parto, después del parto. Signo bellísimo de la omnipotencia divina, de la novedad absoluta que se introduce en el mundo por el nacimiento del Redentor.

            El suceso es único y María está envuelta en el misterio. Ella, y José a su lado, creen y adoran, pero ¿qué pueden entender? Sólo lo que se filtra a través del claroscuro de su fe. Ella sólo entenderá plenamente después de Pascua, en la mañana de Pentecostés. Ahora simplemente cree y adora la maravillosa humildad de Dios que entra imperceptiblemente en el mundo por la puerta trasera de la pobreza. En este hecho se juega entera la verdad de la fe cristiana y se revela el genio propio del cristianismo, realidad que no es fácil de entender y, para muchos, de aceptar. Marción, un hereje del siglo II, protestaba: quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre, indigno del Dios al que yo adoro. No es una fábula para niños la encarnación de Dios, sino la respuesta divina al drama de la humanidad. Los cristianos de todos los tiempos nos inclinamos cada Nochebuena ante el pesebre intentando entender un poco más y hacernos cargo con mayor coherencia de las consecuencias que la fe en ese abrupto misterio entraña para nuestra manera de pensar y nuestro estilo de vida. Rilke, en uno de los poemas de su Vida de María, le habla así a la Virgen que acaba de dar a luz: Si tú no hubieras sido sencilla ¿cómo podría tener lugar en ti lo que ahora ilumina la noche? Mira, el Dios que retumba en las nubes se hace benigno y viene en ti al mundo. ¿Te lo habías representado más grande? ¿Qué es grande? A través de todas las medidas que él recorre, va la magnitud de su destino. Ni siquiera las estrellas tienen un curso parecido.

            Como no se trata de una fábula para niños, no se celebra de cualquier modo la Navidad. La sencillez de la que habla el poeta no es una ingenuidad edulcorada, sino la transparencia de una fe madura que advierte en la pobreza del pesebre la sombra de la cruz. Los cristianos corremos el riesgo de contagiarnos el “buenismo” que circula en estos días y esa especie de forzada aspiración a una felicidad a cualquier precio; afrontamos el peligro de camuflar con un festejo mundano, y por tanto ficticio, el verdadero sentido de la Navidad. Tendríamos que asumir la sencillez, el silencio, el generoso despojamiento de aquella primera Nochebuena, no sólo en la gozosa sobriedad de la fiesta, sino como lógica que inspire nuestra conducta permanente. Los medios de comunicación han registrado en los días precedentes el ritmo febril de las compras navideñas; podemos imaginar la agitación, la ansiedad de los ánimos, trasfondo espiritual del derroche inoportuno. ¿Sería exageración y suspicacia establecer una proporción entre la comilona, la pirotecnia y la abundancia de regalos por un lado y por otro la pérdida del auténtico sentido de la fiesta, el vacío interior, la abolición del misterio, el olvido del verdadero protagonista? La Navidad como hecho cultural parece una gran fiesta de cumpleaños en la que el cumpleañero está ausente. El intercambio de regalos en esta noche es una delicada costumbre cristiana, si no se convierte en una afanosa obligación. En realidad, el único a quien corresponden los regalos es el Niño Jesús; él y los pobres, con los cuales se identificó. Por lo que se refiere a la mesa, ¿cómo habrá sido el almuerzo de Navidad en la gruta de Belén? Quizá consistió en los manjares campestres que llevaron los pastores: leche, queso, fruta, huevos, un poco de vino, compartidos en simplicidad y serena alegría; por cierto, sin la resaca de una saciedad indigesta.

            Nuestra crítica, justa, imprescindible, a la secularización de la sociedad –es decir, a su descristianización– tiene que incluir el intento de rescatar la fiesta cristiana del secuestro que sufre en la cultura contemporánea. La proyección social, cultural, festiva, del misterio navideño comienza en la autenticidad de la fe, en el sentido de la adoración, en el espíritu litúrgico, en el amor a Cristo y a los pobres que ejercitemos nosotros, los cristianos. No nos resignemos a la pérdida de la Navidad, como no podemos resignarnos a que aún no se perciban en el mundo los frutos de la redención que comenzó a ejecutarse en la primera Nochebuena. Dios –ha dicho recientemente el Papa– no se resigna jamás a este estado de cosas; por eso también este año, en Belén y en el mundo entero, se renovará en la Iglesia el misterio de Navidad, profecía de paz para todo hombre, que compromete a los cristianos a adentrarse en las cerrazones y en los dramas a menudo desconocidos y ocultos, en los conflictos del contexto en el cual se vive, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor adonde hay odio, perdón adonde hay ofensa, alegría adonde hay tristeza y verdad adonde hay error.

            Nuestra celebración de hoy, por ser auténtica, incluye este compromiso, que depositamos como una ofrenda de amor y gratitud a los pies del Redentor, recién nacido.



+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata