jueves, febrero 25, 2010

¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!

    LA REVISTA DEL FORO
                                           SUPLEMENTO ESPECIAL
                                                    
                                  lunes, 22 de febrero de 2010

                  
COLUMNISTA
   
DR. JORGE H. SARMIENTO GARCÍA
 

¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!                  ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!                  ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!                  ¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!                 


¡HAN DESTRUIDO NUESTRA FUERZAS ARMADAS!


Según Rosendo Fraga, en La Nación On Line de hoy, “El inicio de la prospección petrolífera en el mar en torno a las islas ha generado un conflicto en el cual la Argentina logra el respaldo de la Cumbre de países de América latina y el Caribe, y el Reino Unido tiene la solidaridad de la Unión Europea. El decreto firmado por el Poder Ejecutivo de la Argentina, anunciando que va a impedir la navegación de los buques que desde puertos argentinos vayan a las islas, definido por la prensa británica como bloqueo, crea una situación compleja. Si la Argentina lo cumple, utilizando para ello la Prefectura en primer lugar y la Armada en segundo término si fuera necesario, corre el riesgo de ser acusada de militarizar el conflicto, si no lo hace convalida las decisiones de hecho adoptadas por los británicos. De encontrarse petróleo, la situación se haría más tensa y el interés por las aguas entre las islas y el continente va a aumentar no sólo entre ambas partes, sino también para las empresas que lo buscan”.

Pero, ¡han destruido nuestra Fuerzas Armadas, en un proceso que no es de ahora! Nos han hecho “pacifistas”, no “pacíficos”; es decir, nos han impuesto la convicción de que hay que lograr la ausencia de guerra a cualquier costo, lo que constituye el camino más corto para vivir en la discordia y en el conflicto, para sufrir lo que más duele a los corazones magnánimos de tantos argentinos: la ofensa a la Patria, el ultraje a la Nación, el desafío provocador y altanero, la insolencia de los poderosos, el envanecimiento de los fuertes por fuera.

No es de extrañar entonces que actualmente nuestras Fuerzas Armadas, con  armamento harto insuficiente, estén integradas por una mayoría de burócratas, individuos faltos de vocación y de espíritu militar, obsecuentes, a los que fundamentalmente les preocupa su asenso, sus salarios, su retiro. En mal estado físico, ni siquiera sirven para un buen desfile...

Frente a lo expuesto, en primer lugar debe quedar claro que la subordinación de las fuerzas armadas a los órganos supremos del gobierno del Estado, se impone por imperativo del orden de la justicia o natural. El principio que debe ser receptado en la normatividad y tener efectiva vigencia en la realidad existencial, es el que enseña Jean Dabin: la subordinación del poder militar –es decir, de los funcionarios que detentan los instrumentos de la fuerza– al poder civil –o sea, a la autoridad gobernante–. Las fuerzas armadas no deben comportarse como organismos independientes o ponerse en el lugar del gobierno. El papel del militar se reduce a servir, mientras que a los detentadores del poder político corresponde el mando y no a los técnicos del instrumento militar.

Por cierto que lo precedentemente expuesto no se opone a la justa resistencia en los supuestos bien planteados: en términos generales la obediencia, como todo deber, no es absoluta sino relativa, pues se basa en el supuesto de que el mandato arranque de fuente legítima y permanezca en sus justos límites. ¡Es que no hay que confundir entre “subordinación” y “servilismo”!

Por otra parte, hay que reconocer que, mientras haya riesgo de guerra, los gobiernos de cada pueblo tienen el derecho y el deber de proteger su seguridad con una defensa legítima, como última “ratio”, es decir, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia. Es que entre los derechos de los Estados, el principal, aquél que resume a los demás, es el derecho a la existencia, a perseverar en el ser, oponiéndose a cualquier intento de destrucción o usurpación, de donde puede justificarse incluso el recurso a la lucha armada cuando se juega la existencia misma del Estado o alguno de sus derechos esenciales; se trata, sencillamente, de una alternativa de “autodefensa”, principio del orden de la justicia o natural del cual encontramos tantas aplicaciones en el derecho positivo (así, el Código Civil Argentino, en su art. 2470, prevé el supuesto de la legítima defensa del “corpus possessionis” por medio de la fuerza; y el Código Penal, en su art. 34 inc. 6º, también la instituye para la protección de la persona o de sus derechos).

Afirmamos entonces, ante todo, que el principio de la solución pacífica obligatoria de los conflictos internacionales tanto como de las demás especies de conflictos es un imperativo del derecho natural, donde los adversarios se comportan como hombres, es decir, apelando a la inteligencia y a la caridad. Ante un conflicto, por tanto, se debe buscar lealmente un acuerdo mediante una discusión de igual a igual (tratado o compromiso) o remitiendo la decisión a un tercero (árbitro o juez).

Pero en una humanidad en la que el crimen individual o colectivo ejerce su presencia masiva, puede ser desgraciadamente necesario sobradamente nos lo enseña la experiencia oponer la “contra violencia” al empleo de la violencia, si se quiere impedir por lo menos parcialmente que la única ley sea la de la jungla.

Queda firme, entonces, que la legítima defensa sólo ha de ser admitida en unas condiciones muy estrictas y con un comportamiento que se esfuerce en excluir totalmente la venganza y el odio. Es que la caridad, de servicio a los demás, no es débil, pasiva, abúlica, sino viril, fuerte, por lo que, si el amor al prójimo necesita el uso servicial de la fuerza, es la misma caridad incluso la del mandato evangélico cristiano la que exige el empleo de esa fuerza.

Bueno es destacar que entre los antiguos la caridad apenas si rebasaba la tribu, la nación, excluyendo a los extranjeros y a los esclavos, cosa que todavía suele ocurrir...; y que es el cristianismo quien principalmente contribuyó a hacer universal la caridad.

Mas hay grados en esta fraternidad humana universal, como los hay en la caridad para con el prójimo (próximo), según la medida en que nos es próximo, debiendo reinar en ella un orden racional. Como es imposible amar igualmente a todos los hombres –sobre todo cuando se trata de testimoniarles este amor con la beneficencia material–, siendo sus intereses a menudo tan contrapuestos, se los amará prácticamente según la proporción en que son próximos a nosotros por la sangre, por el cariño o por otro lazo cualquiera; amor efectivo, más real, más benéfico y con frecuencia más difícil de practicar que el amor, vago e ineficaz hacia la humanidad en general con detrimento de los allegados, predicado por tanto utopista sanguinario…

Y en la guerra ordena la caridad no prorrumpir en lamentos pseudo humanitarios, cuyo más seguro efecto será debilitar la patria y dejar a sus defensores más expuestos a los ataques del adversario, quien, de esta suerte, podrá abrigar más esperanzas de vencer; sino que ordena desear la derrota del enemigo y, permisivamente, todos los males temporales que ella trae aparejados, condición de la victoria legítima de nuestros compatriotas que tenemos el derecho y el deber de desear y asegurar, “verbo et opere”, por todos los medios conformes a la ley moral y al derecho de gentes.

Hay que tener claro que el amor no impedirá necesariamente al criminal perpetrar su crimen. El amor debe ser realista, tomando a la humanidad como es en concreto. El pacifismo hace el juego a la violencia. Hay una fuerza justa, cuya denegación a quienes quieren utilizarla en servicio de la justicia, conduciría a consagrar la primacía de la violencia erigida en algo absoluto.

Mas… ¿para qué seguir escribiendo, si nos han destruido las Fuerzas Armadas, las que –como expresa el mismo Fraga– incluso han perdido capacidad y voluntad para aconsejar?