miércoles, julio 13, 2011

Artículo

ASI NACIO NUESTRA DEMOCRACIA

Hugo Esteva

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón reinaron entre 1474 y 1504. Según Menéndez Pidal, emplearon más de la mitad de esos treinta años en seleccionar gente y administrar justicia porque habían llegado al trono en una época de caos y disgregación española. A partir de allí terminaron con la invasión mora, descubrieron América e iniciaron la colonización de América. Nada menos.

En breve cumpliremos treinta años de ininterrumpida “democracia” en la Argentina. Vale la pena transmitir dos anécdotas personales para establecer sus inicios y explicarse el retroceso actual de nuestra patria.

Caía la tarde del 14 de junio de 1982, que parecía más oscura que nunca, cuando coincidimos en la plaza de Mayo para –sin esperanza pero con claro sentido del deber- clamar por la no rendición de la patria. Ya estaba todo echado, sin embargo. La guerra justa se había perdido por la pinza establecida entre la conjunción de fuerzas extranjeras –los ingleses hubieran perdido en las Malvinas sin la decisiva provisión entregada por los norteamericanos- y la imperdonable traición interna –la de los políticos como Alfonsín y la de muchos militares-; pinza insostenible para un gobierno militar plagado por la debilidad y el error. Llegábamos de modo espontáneo, desordenadamente, a apoyar la resistencia desesperada de los menos ante la vergüenza de la rendición: por la historia y por los muertos. Y allí vimos el anticipo organizado de lo que vino enseguida: En la esquina sudeste de la plaza, frente a la Casa de Gobierno y ante la pasividad de un grupo policial que había interpuesto una valla defensiva, un ruidoso grupo con aspecto inconfundible, bien entrenado, de esa izquierda profunda que se había mantenido en la sombra durante la contienda de la patria contra su enemigo histórico, reclamaba amenazante por la “democracia”. Como de la nada, habían aparecido ordenados y desafiantes. La policía nos persiguió a nosotros. A una cuadra de la plaza, singularmente por la calle Reconquista, una bomba de gases lacrimógenos pasó a centímetros de la cabeza de mi hermano Fernando, que corría a mi lado. No sé si se dio cuenta porque nunca más hablamos de esa repugnante noche de derrota absoluta.

Unos cinco años después visité Guatemala. Allí recibí los testimonios de muchos admiradores de la decisión argentina de recuperar nuestras islas. Entre otros, un viejo y prestigioso cirujano formado en Inglaterra me comentó que había decidido no tomar nunca más whisky a partir de la Guerra de Malvinas; se había quedado con el buen ron local. Como parte del viaje decidimos conocer Tikal, uno de los sitios más importantes para apreciar las ruinas de la endemoniada crueldad de los indios Mayas, misteriosamente decaídos cuatro siglos antes de la llegada de los conquistadores. En el pequeño grupo que formábamos había una señora guatemalteca que acababa de perder a su joven hija en los Estados Unidos, donde vivía con su marido norteamericano. Mientras caminábamos por esa selva productora de goma, la mujer pedía a cada rato al guía que le sacara fotos para mandar a sus otros hijos. En un momento le pregunté el por qué de ese reiterado afán. Me contó que sus dos hijos varones eran “boinas verdes” de las fuerzas armadas norteamericanas y salían siempre inesperadamente en peligrosas misiones secretas; por eso quería mostrarles que también ella conocía la intrincada selva tropical. Para mayor detalle, agregó: “Siempre están en esas misiones en que son ellos quienes entran a escondidas y luego salen, dejando el terreno listo para el ingreso de las tropas formales”. “Como en Malvinas”, agregó, mirándome con cara de decir “usted sabe…” Tuve claro entonces lo de “general majestuoso” que le hicieron creer a Galtieri, el papel de Haig, la complicidad chilena, lo de Alfonsín proponiendo en la embajada de EEUU un golpe que dejara como presidente al ya moribundo Illia. Tuve más claro que nunca así el precio de nuestra “democracia”.

No hace falta abundar, creo. Con toda la desgracia que había sido el gobierno del Proceso -al que combatimos siempre a cara descubierta y sin el menor apoyo- restos sanos de país todavía quedaban. Treinta años de “democracia” están a punto de terminar con la república que podríamos ser e intentan reemplazarla por una falsa monarquía que miente hasta la enervación.

Cada institución, cada empresa, cada argentino mayor de edad sabe de lo que hablo. No se necesitan más ejemplos que puedan parecer nostálgicos. La mediocridad entronizada da suficiente asco como para explicarse a sí misma.

Treinta años le bastaron a España para refundarse y salir al mundo. Treinta años sojuzgan a la inteligencia argentina y parecen querer eternizarse. Pero valga el ejemplo: de no ser por Fernando e Isabel hubiera sido la Beltraneja (bastarda y corrupta) quien tiranizara a la Península. Si observamos con claridad y somos capaces de no darnos por vencidos, todavía podemos guardar la esperanza de ver nacer la república genuina que nos represente.