viernes, agosto 03, 2012

EEUU  DESDE  TREINTA  AÑOS  ATRAS
                                                           Hugo  Esteva

            Parafraseo con gusto a José Antonio Wilde, el autor del encantador  “Buenos Aires desde setenta años atrás”, a quien le gustaba que lo llamaran “Güilde” argentinizando su apellido. Y lo hago para señalar que si él mostraba con cierto asombro nostálgico el cambio de Buenos Aires desde la Gran Aldea a la ciudad cosmopolita,  puedo decir que –en la mitad de tiempo- me ha tocado ser testigo del paso de los Estados Unidos de Norteamérica entre un país que creía en sí a una región confundida, casi podría decirse que “sin plata y sin fe”.
            Lo que no ha cambiado es Iowa City. Sigue siendo la encantadora pequeña ciudad del Medio-Oeste; por lo menos en verano, cuando no se ve invadida por los estudiantes universitarios que casi duplican su población durante el año. Un pueblo que combina campo y actividad intelectual en una agradable geografía ondulada entre el Misissippi y el Missouri, tierra de maíz y chanchos, ahora menos dividida a raíz del avance de las grandes compañías que han empujado a muchos granjeros a la vecina Coralville. Pero que conserva su aire de tradición local, poco contaminado, ordenado, limpio y trabajador.
            El resto sí ha sufrido notoria modificación. Y, al respecto, así como las costumbres veraniegas del Oeste llenan restaurantes y shoppings de clase media embobada por el consumo, la caída de la producción de un país que fuera en eso ejemplar provoca preocupante vacío. Así pasa en Cleveland (Ohio), ciudad y región empobrecidas por la crisis automotriz, donde las antiguas fábricas de autopartes son hoy “lofts” de dudoso reciclaje y cuyas autoridades apuestan absurdamente a que el gran casino “Horseshoe” sea la herradura de la suerte ante una población escasa de trabajo que hace cola para jugar.
            No es que aquel verano de 1980 haya sido ideal. Los síntomas ya estaban pero, desde entonces y como sucede con todas las decadencias, la velocidad del desarrollo de la crisis ha ido en singular aumento. Es verdad, fue entonces en Chicago donde vi –y fotografié asombrado- gente revolviendo los tachos de basura, fue entonces donde –en pleno Boston Common- vi tipos durmiendo en la plaza literalmente bañados por su propia orina, todas cosas inimaginables en el Buenos Aires de esos días y masiva realidad nuestra de hoy. Pero aquello era el fenómeno marginal de una sociedad todavía llena de pujanza, que todavía creía en sí. Esto es lo que ha cambiado.
            Los políticos ya constituían un centro de críticas en esos años y, de hecho, la palabra “politician” era sinónimo de “poco creíble” en el lenguaje común. Pero el norteamericano medio todavía creía en “la administración”, una especie de poder independiente de los cambios partidarios, una burocracia perfecta y absolutamente confiable sobre la cual podían dejar descansar su futuro. Eso cambió después de los desplomes financieros de Lehman Brothers representa como ninguno. Y si bien el deterioro no llega ni de casualidad al grado de irresponsabilidad de la nuestra –que, simplificando, nació y murió durante la primera mitad del siglo XX-, la administración pública norteamericana es una más y, encima, paranoica después de las incógnitas para nada respondidas de la caída de las Torres Gemelas.
            Obama contribuye. Ni los propios creen que sea serio. Al punto de que frente a él pueda crecer un candidato republicano con tan poca gracia. Pero Obama está hecho a la medida de lo dueños del mundo. Con ellos aceptó el fabuloso rescate de la crisis norteamericana, que fue a parar a los Bancos. Con ellos empuja el rescate de Europa, que va a ir a parar a los Bancos y contra Alemania, engrosando la dependencia a través de más deuda que reduzca la libertad de las naciones. Y Obama está dando un paso decisivo universalizando en su país el aborto, la contracepción y la manipulación humanas –y haciéndosela pagar a todo el mundo, incluso a los católicos y a las instituciones católicas disidentes- por medio del “Obamacare”, un seguro universal de salud –privado- que será obligatorio para todos los contribuyentes y el fisco pagará a los que no trabajan.
            Para el norteamericano tradicional –uno ya no diría “medio” porque alrededor de la mitad del país vive subsidiada- ese tipo de invento no puede contribuir a la confianza. Y esa clase de norteamericano, que hizo un país pujante trabajando y creyendo, ha dejado de creer. Ve crecer a China y piensa que se le va tornando inalcanzable, más allá de que entienda o no si el capital que la impulsa es el mismo que los globaliza a ellos. Mira hacia adelante y ve un 2050 lejos de la primacía de EEUU a la que estaba acostumbrado.
            A la vez, no encuentra la solución en un sistema que le pone por delante una política no demasiado distinta a la que conduce nuestra cada vez más pelirroja y redondita presidente. No en vano, inteligentes argentinos que viven entre los norteamericanos desde aquellos añorados años ochenta, dicen que Obama es otro “Cristino”.