sábado, septiembre 15, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE LA GUERRA DE MALVINAS

LA VERDADERA HISTORIA DE LA GUERRA DE MALVINAS

EN LA SEGUNDA EDICION DEL LIBRO DE NICOLAS KASANZEW

Hugo Esteva

“Chicos de la guerra”, “carro atmosférico”, “locura argentina”, “delirio de un borracho”… cada una de todas las desmalvinizdoras expresiones que se han vulgarizado desde 1982 queda definitivamente desvirtuada a lo largo de las páginas de la segunda edición de “Malvinas a sangre y fuego”. Una edición que, a la vez que conserva el emocionante testimonio de quien vivió la guerra en las islas, agrega la madurez del que ha sido testigo perjudicado de treinta años de ininterrumpida política destinada a sepultar la gesta. Treinta años después de la inicial, publicada en noviembre de 1982 por la Editorial Abril, aparece la segunda, esta vez a cargo del autor y considerablemente aumentada.

Bienvenida sea. En primer lugar porque con sus nombres y apellidos cuenta las múltiples acciones heroicas de nuestros oficiales, suboficiales y soldados durante la guerra; pero, además, porque reafirma la legitimidad de la lucha desestimando toda la pequeñez que desde nuestro propio país intentó desmerecerla durante y después de la guerra.

Nunca he sido presentado al autor y, mientras leía los primeros capítulos de la re-edición, pensaba que iba a tratar de ponerme en contacto con él para –más allá de sus pormenorizados relatos de las acciones bélicas- preguntarle cuáles eran sus conclusiones políticas alrededor de ellas. No fue necesario: los últimos capítulos del libro trazan el claro encuadre de quien ha sido protagonista patriota de lo que realmente sucedió. La trampa anglosajona, que incluye el preponderante papel norteamericano para provocar y sostener la guerra, y las traiciones internas surgen con absoluta precisión para confirmar lo que supimos siempre desde el llano. Una Argentina singularmente unida y triunfante hubiera sido demasiado para este Occidente que se desploma.

Con discreción y sin sombra alguna de resentimiento, Kasanzew –proscripto desde entonces-, señala a muchos de los pequeños que apostaron a la derrota. Entre ellos a Raúl Alfonsín, “padre de la democracia” como lo bautiza un cartel junto a la Ruta 2, “hijo de la rendición” como lo definimos entonces. Y el libro trae a cuento sobre él una intimidad de lo más esclarecedora: Alfonsín era el “gordito gilún” de su camada del Liceo Militar y Leopoldo Fortunato Galtieri, su verdugo. En cambio, el después superinfluyente y eternamente impune Harguindeguy, también compañero, protegía al pavote cuya afianzada condición me consta a través de anécdotas de su familia que relatan cómo, siendo adolescente en Mar del Plata, Raúl Ricardo acostumbraba instalarse en las escolleras para dedicarles largos y vibrantes discursos a las olas. Ese era el hombre al que, recuerda la obra, enseguida de la guerra las publicaciones inglesas llamaban “la más sobresaliente figura política mundial”.

Como lo hicimos entonces y como lo hizo el pueblo argentino en su conjunto, el autor discierne claramente entre el desgraciado Proceso y el apoyo a la recuperación de las Malvinas. Rescata al respecto no sólo a importantes figuras del Nacionalismo, sino a patriotas profundos como el brillante Manfred Schönfeld. Pero además, Kasanzew aclara con precisión tanto la traidora incompetencia de los altos mandos militares, como el hecho de que sólo esas traiciones nos alejaron de la posibilidad de ganar la guerra en las islas. Se trata del testimonio de quien estuvo en el frente, a metros y a segundos de los estallidos de las bombas enemigas, codo a codo con los combatientes hasta la noche previa a la rendición ya decidida a espaldas de Galtieri, cuando fue evacuado en el último vuelo fantasmagórico de un Hércules, a ras del mar. Un testimonio que no deja dudas sobre la prematura rendición del general Menéndez, confirmando la lúcida intuición de Roberto Raffaelli entonces acerca de que “ni murió ni fue guerrero”.

El cobarde general “pura” Parada en las islas, los generales, almirantes y brigadieres de escritorio en el continente, fueron tan eficaces como los pertrechos y la inteligencia norteamericanas para hundir el esfuerzo argentino. Han pasado treinta años desde la, por lo menos, culpable desidia de aquellos responsables. Permítaseme entonces confirmarla contando lo que me pasó, más allá del pudor con que lo he mantenido en la intimidad desde entonces. A raíz de haber logrado ser movilizados al Sur para la guerra con Chile que no fue, se me reunió esta vez un equipo médico calificado que ofrecimos a cada una de las tres FFAA. Me acompañaban el jefe de Cirugía Cardiovascular, el de Anestesia, la jefa de Instrumentadoras y un destacado especialista en Terapia Intensiva, todos del Hospital de Clínicas de la Universidad de Buenos Aires, todos voluntarios para cruzar a las islas, independientemente de nuestras muy distintas maneras políticas de pensar. Era exactamente lo que se necesitaba en el frente de combate. El Ejército ni siquiera contestó; la Marina mandó una nota de agradecimiento redactada seguramente por un amable burócrata; la Aeronáutica, en cambio, me citó una tarde en su Hospital Central, unos pocos días después de la reconquista. Nunca me he sentido tan imbécil en mi vida. Me recibieron el Director –seguramente porque me conocía a raíz de nuestro mutuo interés por la Educación Médica- y un par de colaboradores: puedo asegurar que no sólo no creían que fuera a haber combates, sino que para lo único que con suficiencia decían estar preparados era para recibir a los heridos allí, en Buenos Aires. Traté de insinuar que, como después hicieron los ingleses y se había inaugurado en Vietnam, lo correcto era armar el mejor hospital de campaña lo más cerca posible de los combatientes. Un cortés silencio lleno de menosprecio fue toda la respuesta. Y nos tuvimos que quedar en casa, testigos de una más de las defecciones de los mandos responsables.

Pero, lo más importante, como en su primera edición y todavía más, “Malvinas a sangre y fuego” rescata con garra el heroísmo de oficiales, suboficiales y soldados, recreando sencillamente sus actitudes, sus diálogos, sus precisas hazañas. Demuestra, a través incluso de las afirmaciones del enemigo, que nuestros hombres jóvenes, hijos y nietos de inmigrantes como el autor, estuvieron a la altura de los españoles de la Conquista y de los criollos de la Independencia. Es un aliento de esperanza que voy a hacer conocer a todos mis nietos.