martes, octubre 21, 2014

El reparto del mundo

 

En Yalta se planificó, en Potsdam, cinco meses después, se consumó y en San Francisco se solemnizó. La bombas sobre Japón eran una clara advertencia a Moscú de que Estados Unidos tenía el poder nuclear y no dudaban en utilizarlo

 

 

En febrero de 1945, Alemania ya estaba vencida, pero aún no rendida, y Japón se defendíaisla a isla, con encarniza­miento, como si no tuviera conciencia de hallarse ya inexorablemente derrota­do. Convencidos de su inminente victoria, los alia­dos se reúnen en Yalta, a orillas del Mar Negro, en el antiguo Palacio Imperial de los zares en Crimea, dispuestos a administrar su triunfo.
Medio cente­nar de países se alinean frente a las potencias del Eje. A ellos se unirían otros diez más en las siguien­tes semanas, cuando entrar en guerra no implique coste humano o militar alguno y, en cambio, resul­ta seguro engrosar la ya larga nómina de los vence­dores… Cincuenta o sesenta naciones dispuestas a coronarse con el laurel de la victoria. No importa su número. En la conferencia de Yalta sólo hay si­tio para tres y las decisiones las tomarán, de hecho, únicamente . Estados Unidos y la Unión Sovié­tica se disponen a repartirse el mundo.

Fractura

Hitler, sin embargo aún recela de que sus más duros enemigos se mantengan unidos por mu­cho tiempo. De hecho, tanto él como la mayoría de los dirigentes nazis intentan detectar señales de fractura en la coalición enemiga con la misma aten­ción con la que los arúspices buscaban descubrir el futuro en las entrañas de los animales sacrificados.
Tanto como en sus asombrosas armas (las Wun­derwaffe), el Führer confía en la división del enemi­go. La razón se la dará el tiempo. Breve tiempo que la incontinencia del general Patton, amenazando por su cuenta con llevar sus carros hasta Moscú, está a punto de acortar aún más. Pero ya es demasiado tarde para cambiar la suerte de Alemania. Siempre sería demasiado tarde, porque sólo sobre su cadávery los escombros del Reich, en un nuevo escenario internacional, podría hacerse efectiva tal división.
Pero si Hitler recela, Churchill recela todavía más. Recela del amigo soviético pero sobre todo del amigo americano. El estadista inglés (con sus gran­des aciertos y sus enormes errores, fue sin duda el único estadista realmente grande de esta época) no duda de que el próximo contrincante será la URSS y teme tanto su desmedida voracidad territorial como las ventajas que exige y las compensaciones que reclama.
Y recela de la falta de recelos de un Roosevelt, debilitado y enfermo, que moriría unas semanas más tarde, levantando las ilusas esperan­zas de Hitler en un cambio radical de la posición de los Estados Unidos ante los soviéticos.

Uncle Jo

Y Stalin, recelando de unos y otros, ha lle­nado de micrófonos ocultos las habitaciones y de­pendencias de sus huéspedes, de manera que cada día acude a la conferencia conociendo de antemano qué piensan, qué acuerdan y qué deciden. Les gana en todas las estrategias y prácticamente consigue la totalidad de sus objetivos.
Churchill, sabiéndose segun­dón, se ve incapaz de imponer su criterio y el presidente nor­teamericano no tiene fuerzas, ni ganas, de mantener prolon­gadas discusiones con un Sta­lin al que la prensa de Estados Unidos había trasmutado de sanguinario dictador en bonda­doso «Uncle Jo» de la noche a la mañana. Bastó para ello que las divisiones panzer hubieran invadido el territorio soviético en 1941.
En Yalta se planificó el reparto del mundo. En Potsdam, cinco meses después, se consumó. Y en San Francisco se solemnizó, con la creación de una Organización de las Naciones Unidas (la ONU) a medida: con Consejo de Seguridad, para hacer ino­perante a la Asamblea General, y derecho a veto para controlar al Consejo.

Amenaza

Roosevelt ya no estaba allí, le sustituiría en la foto un Trumannuevo en esta plaza y escaso de oficio. Pero las bombas atómicas que ordenaría lanzar sobre Hiroshima y Nagasaki pretendían, aun más que doblegar a Japón, mandar una clara advertencia a Moscú de que los Estados Unidos te­nían el poder nuclear y no dudaban en utilizarlo… Empezaban a marcarse las líneas rojas sobre las que se erigiría en pocos meses el Telón de Acero, la Cortina de Hierro, un término empleado en realidad por Göbbels que popularizaría Churchill.
Y Churchill tampoco estaba allí, relevado del mando por un pueblo suficientemente pragmá­tico como para saber que se requieren virtudes y talante muy distintos para alcanzar la victoria que para administrarla… Aunque, en realidad, para el Reino Unido no hubo victoria. En el nuevo mundo que se han repartido soviéticos y americanos sobran otros im­perios. El británico comenzaría a desmoronarse cuando aún no han acabado los festejos por el triunfo militar. Le seguirían el francés, el holandés, el belga…
Estados Unidos no hará ni si­quiera un gesto para evitarlo, a la espera de heredarlos en otro tipo de colonialismo, más su­til, pero no menos injusto. La Unión Soviética, por su parte, incentivará ese desmoronamiento para implantar sus conceptos ideológicos y extender a otros continentes el sistema de satélites que ha montado en Europa. La Segunda Guerra Mundial se acaba para dar paso a otro tipo de contienda, la Guerra Fría.