domingo, agosto 23, 2015

“María proclama que Dios no deja solos a sus hijos humildes y pobres, sino que los socorre, destronando a los prepotentes de su trono”

“Nuestra vida no es un vagabundeo sin sentido, es una peregrinación hacia la Casa del Padre”

Jesús Bastante, 15 de agosto de 2015 a las 12:21
Es bello pensar en esto: que nosotros tenemos un Padre que nos espera con amor y que nuestra Madre María, también está allá arriba, y nos espera con amor
Decenas de miles de fieles en el Angelus
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Decenas de miles de fieles en el Angelus

(Jesús Bastante).- Un hecho histórico. Francisco se ha convertido hoy en el primer Papa en décadas en presidir, desde la plaza de San Pedro, el Angelus el día de la Asunción. El último fue Pío XII en los años 50. En sus palabras, el Papa defendió que "María es la gran creyente", la que "pese a la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios, proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con premura, destronando a los prepotentes de su trono, dispersando a los soberbios".
"Buena fiesta de la Virgen", comenzó el Papa, quien recordó que hoy "la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes dedicadas a la Virgen". María, quien "ha subido en alma y cuerpo pal cielo, en plena comunión con Dios".
En el Evangelio de hoy, subrayó Francisco, presenta a María visitando a su hermana Isabel, que también esperaba un hijo, y donde se produce el canto del Magníficat, "porque tiene plena conciencia del significado de las grandes cosas que se están realizando en su vida". Y es que "a través suyo se cumple toda la espera de su pueblo".
"El Evangelio nos muestra también del motivo de la grandeza de María -continuó Bergoglio-. El motivo es la fe. En efecto, Isabel la saluda: dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Y es que "la fe es el corazón de toda la historia de María. Ella es la gran creyente. En la historia, pese a la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios, María proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con premura, destronando a los prepotentes de su trono, dispersando a los soberbios".
"Esta es la fe de María. El cántico de la Virgen nos deja intuir el sentido completo de María: es el motor de la Historia, no podía conocer la corrupción del sepulcro aquella que ha generado al Señor de la Vida", añadió Francisco, quien añadió que "todo esto no se refiere solo a María. Las grandes cosas cumplidas en ella nos hablan de nuestro viaje en la vida. Nos recuerdan la meta que nos espera: la casa del Padre. Nuestra vida, desde la vida de María asunta en el cielo, no es un vagabundeo sin sentido, es una peregrinación, que aún con sus incertidumbres, tiene un objetivo: la casa del Padre".
"Es hermoso pensar que tenemos un padre que nos espera con amor, y que nuestra madre María, también está allá arriba, y nos espera con amor", apuntó el Papa, quien señaló que "mientras tanto, transcurre la vida, y Dios hace resplandecer a su pueblo un signo de consolación y de segura esperanza". María, "la gran creyente".
En sus saludos, Bergoglio recordó a las víctimas de las explosiones en la población china de Tian Jin, "que han causado numerosos muertos y heridos", pidiendo a las autoridades que puedan aliviar el sufrimiento de las víctimas. Al final, pidió a los fieles que así lo desearan que "pudierais ir a visitar a la virgen a Santa María la Mayor. Sería un hermoso gesto".
Texto completo del Ángelus: 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buena fiesta de la Virgen!
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes dedicadas a la Santísima Virgen María: la fiesta de su Asunción. Al final de su vida terrena, la Madre de Cristo subió en cuerpo y alma al Cielo, es decir, en la gloria de la vida eterna, en plena comunión con Dios.
El Evangelio de hoy (Lc 1,39-56) nos presenta a María, que, inmediatamente después de haber concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, se dirige a ver a su anciana pariente Isabel, también ella milagrosamente a la espera de un hijo. En este encuentro lleno del Espíritu Santo, María expresa su alegría con el cántico del Magnificat, porque ha tomado plena conciencia de las grandes cosas que están ocurriendo en su vida: a través de ella se llega al cumplimiento de toda la espera de su pueblo.
Pero el Evangelio también nos muestra cual es el motivo más verdadero de la grandeza de María y de su beatitud: es la fe. De hecho Isabel la saluda con estas palabras: «Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor». (Lc 1:45). La fe es el corazón de toda la historia de María; ella es la creyente, la gran creyente. Ella sabe - y así lo dice - que en la historia pesa la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios. Sin embargo, María cree y proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con misericordia, con premura, derribando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos en las tramas de sus corazones. Y ésta es la fe de nuestra Madre, ¡esta es la fe de María!
El Magnificat también nos permite intuir el sentido cumplido de la vivencia de María: si la misericordia del Señor es el motor de la historia, entonces no podía «conocer la corrupción del sepulcro aquella que, de un modo inefable, dio vida en su seno y carne de su carne al autor de toda vida» (Prefacio). Todo esto no tiene que ver sólo con María. Las "grandes cosas" hechas en ella por el Omnipotente nos tocan profundamente, nos hablan de nuestro viaje por la vida, nos recuerdan la meta que nos espera: la casa del Padre. Nuestra vida, vista a la luz de María asunta al Cielo, no es un deambular sin rumbo, sino una peregrinación que, aún con todas sus incertidumbres y sufrimientos, tiene una meta segura: la casa de nuestro Padre, que nos espera con amor. Es bello pensar en esto: que nosotros tenemos un Padre que nos espera con amor y que nuestra Madre María, también está allá arriba, y nos espera con amor.
Mientras tanto, mientras transcurre la vida, Dios hace resplandecer «para su pueblo, todavía peregrino sobre la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza». Aquel signo tiene un rostro, aquel signo tiene un nombre: el rostro radiante de la Madre del Señor, el nombre bendito de María, la llena de gracia, bendita porque ella creyó en la palabra del Señor. La gran Creyente. Como miembros de la Iglesia, estamos destinados a compartir la gloria de nuestra Madre, porque, gracias a Dios, también nosotros creemos en el sacrificio de Cristo en la cruz y, mediante el Bautismo, somos insertados en este misterio de salvación.
Hoy todos juntos le rezamos para que, mientras se desanuda nuestro camino sobre esta tierra, ella vuelva sobre nosotros sus ojos misericordiosos, nos despeje el camino, nos indique la meta, y nos muestre después de este exilio a Jesús, fruto bendito de su vientre. Y decimos juntos: ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!