miércoles, noviembre 16, 2016

EDUCADORES PARA LOS EDUCANDOS

EDUCADORES  PARA  LOS  EDUCANDOS
Hugo Esteva

    Cuando ponderé su inglés a una guía en Praga, donde entonces sólo se hablaba algo de alemán fuera del idioma local, la muchacha me contestó con gracia:
    -Sí, ahora es bueno, después de haber hecho un curso en Inglaterra. Porque aquí, apenas caído del comunismo, la misma profesora que nos enseñaba ruso en el colegio secundario nos empezó a enseñar inglés: iba dos clases delante de nosotros.
    Reconozco que cuando eso sucedió, unos quince años atrás, no tenía yo tan claro como hoy que exactamente lo mismo pasa acá; pero en todas las materias y en todos los niveles de la educación.
               
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    Porque entre nosotros el problema principal de la educación son los docentes. Basta ver el aspecto de sus representantes gremiales, basta oír su verborragia rica en  resentimiento, para colegir que nada bueno pueden transmitir. Y aunque esté claro que sigue habiendo buenos profesores y buenos maestros, ni la educación que a su vez han recibido, ni las condiciones en que trabajan dan lugar a que el número de los buenos predomine. A ese docente promedio que de lo suyo sabe poco, los alumnos lo captan y no lo respetan, y sus padres menos.
No obstante, tampoco la caída se circunscribe a eso: la falta de educación elemental va abarcando más y más niveles, y se retroalimenta. Cuando éramos adolescentes, al cabo del colegio primario, nuestros amigos de las colonias entrerrianas comentaban  acerca de sus estudios hablando del “pluscuamperfecto” como de una nota de distinción. Hoy, columnistas principales –e inteligentes- de los principales diarios ignoran cómo usar el subjuntivo. “Le dije que venga” es su modo habitual de expresar “le dije que viniera”. A su vez, quedan contados locutores que sepan distinguir cuándo hay que decir “de que” y reducen equivocadamente todo a “que”, por temor a caer en un “dequeísmo” que otros emplean desfachatadamente.

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    Hasta aquí el comentario que hubiera podido hacer cualquiera de nuestras viejas buenas maestras de las entonces serias escuelas públicas. Pero ahora se suma el problema continente/contenido, disfrazado de teoría pedagógica. Los docentes no eluden ni por casualidad esas jornadas de “formación y reflexión” que dejan a los alumnos huérfanos de clases. Y allí hablan y hablan del cajón, pero no tienen ni una manzana para llenarlo.
    Un viejo maestro de Cirugía solía decir: “buen profesor es el que enseña sobre lo que sabe; pero si además lo hace, mejor”. No obstante, concretísimamente, hoy por hoy existe en la Universidad de Buenos Aires más de un profesor titular de Cirugía que nunca logró aprender a operar. Juntaron, eso sí, papeles y más papeles más o menos vinculados con la especialidad; pero cuando se los llama a resolver un problema en el quirófano siempre tienen un pretexto para no aparecer. Si un cirujano no es técnicamente capaz, cómo puede siquiera esperarse que sepa cuándo decidir una operación, cuándo re-operar, cuándo abstenerse… Pero tampoco es necesario mirar tan lejos: ¿cómo puede un profesor secundario de las materias biológicas hablar de epidemias, si nunca vio una bacteria en el microscopio?
    Proyéctese esto tan elemental y se tendrá una idea de todo lo que habrá que hacer para empezar a enderezar la enseñanza.

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    Por otro lado están los contenidos. No hace falta llegar al extremo de esa alumna de los institutos de las “madres de plaza de Mayo” que protestó a su profesora porque hacía notar el valor docente de las canciones patrias, diciendo que no tenía sentido aprender esas cosas viejas porque “la historia argentina empezó con los años de plomo”. Basta echar una mirada al Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. Ahí, por ejemplo, para ingresar a Ingeniería –todavía hoy, segunda mitad de 2016- hay que leer  “La política en tiempos de los Kirchner” de Andrés Malamud y Miguel De Luca (Eudeba 2012), una recopilación de artículos a cual más abstruso, pretendidamente científicos, que hacen como que toman en serio la manipulación de la conducción nacional por parte de los “pingüinos”.  En medio de una horrorosa chupada de medias editada cuando Cristina parecía eterna, el prologuista Luis Tonelli, todo un iluminado, predecía (pág. 14) el comienzo de una nueva etapa que transformaría “el crecimiento en desarrollo sostenido”. Justo… Exactamente lo logrado por ese gobierno al que supondría hacer más digerible para el paladar juvenil llamándolo “transgresor”, y del cual definía como “políticas subnacionales” las referidas a las provincias, con ese idioma neologista apropiado al centralismo unitario de los que mandaban.
    No se vea aquí una crítica ideológica. Lo que interesa es mostrar un modo rebuscado de escribir que deriva en un pensamiento más rebuscado todavía. Idioma rebuscado, pretendidamente culto; parecido al que salpica casi todos los artículos  de crítica literaria de los principales diarios. Lengua para el exclusivo solaz de vacuos iniciados. Letras que no transmiten sino confusión.

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    No pretendo ir más lejos en esta miscelánea que, sin embargo, abarca mucho más que nuestras fronteras nacionales. La vacuidad de la enseñanza es parte principal de la tan prevista decadencia de Occidente. Y está claro que el barco se va a seguir  hundiendo en la medida en que el tono siga siendo puesto por estos falsos “docentes” (no son todos, reitero), capaces de hacer huelga cuando se quiere medir el resultado de su tarea evaluando el producto de su enseñanza. Como si un ingeniero no dejara que se probase la eficacia de su puente, o un médico ocultara la evolución de sus enfermos.
    La solución tampoco es tan compleja, aunque se haya estigmatizado como “discriminatoria”. Por un lado, hay que ser honestos y –por lo menos en el ciclo universitario- formar al número de alumnos que se puede educar según la exacta capacidad cuantitativa de cada institución. Por otro, hay que volver en todo lo posible a la fórmula que distinguió a los colegios de la Universidad de Buenos Aires: los profesores secundarios tienen que ser profesores universitarios con suficiente vocación como para saber del valor inconmensurable de su siembra más alta en el nivel inferior. Y si están bien pagos, mejor.
    Pero, a raíz y sobre eso, es fundamental que los educandos vuelvan a los clásicos. A los clásicos en sí; no a esos tamizados de los lamentables “libros de texto”, de los que nos reíamos en la adolescencia pero han ganado. Que tengan noción, discutiendo a esos clásicos con la mayor libertad de espíritu y sin ninguna estúpida presión ideológica, de las ideas eternas que han hecho al hombre tal. Que aprendan a confrontar abstracciones, que eso es pensar. Pero, antes, que aprendan a hablar: como hemos aprendido a hablar desde la escuela primaria cuando era escuela. Porque –sólo lo supe muchísimo después- “se piensa como se habla”. Como ni a educadores ni a educandos actuales se les ha enseñado cabalmente a hablar, casi nadie se ha entrenado en hilar ideas como para “comprender” los textos. Y así, unos y otros quedan presos de la lineal “cultura” pre-digerida que se promueve desde todos los ángulos de la “comunicación”.

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    Debo estar desilusionando con la llana altura de estos argumentos. Pero es que, desde que lo leí por primera vez, me he tomado en serio aquello de Antonio Gaudí: “Para ser original, hay que volver a los orígenes”.
Para enseñar, así de liso, hay que empezar por tener algo que enseñar. Y creer en eso.