miércoles, mayo 10, 2017

El épico duelo a muerte entre los once mejores caballeros franceses y los hombres del Gran Capitán

Buscando evitar el empate, «el Sansón extremeño» arrancó las piedras que servían para delimitar el campo de batalla y se las empezó a lanzar contra los franceses, que, desmontados y agotados, se habían atrincherado en una especie de castillo hecho de caballos muertos
Pierre Terraill de Bayardo, uno de los participantes en el duelo, defiende el puente en la batalla de Garellano
Pierre Terraill de Bayardo, uno de los participantes en el duelo, defiende el puente en la batalla de Garellano - Wikimedia
A principios de la Edad Moderna todavía seguía presente cierta visión idealizada y romántica de la guerra. La pólvora y los asedios eternos se encargarían de borrar de un plumazo todo rastro de literatura, siendo la primera campaña del Gran Capitán una de las últimas ocasiones para el romanticismo. Al viejo estilo medieval, la lucha entre las tropas francesas y las españolas en Nápoles dio lugar a constantes desafíos personales entre paladines de ambos bandos por cuestiones de honra. Preocupado por el goteo de muertes que suponían entre sus filas, los comandantes de ambos ejércitos intentaron sin éxito prohibir estos desafíos o, como en el caso del desafío de Barleta de 1502 (no confundir con el que un año después enfrentaría a franceses e italianos), mantenerlos bajo su control.
El Gran Capitán autorizó el encuentro frente a las murallas de Trani, un terreno neutral a medio camino entre el campamento español y el francés
El libro «El Gran Capitán» (EDAF), de José María Sánchez de Toca y Fernando Martínez Laínez, recoge varias historias sobre estos enfrentamientos. Una de ellas relata que el español Alonso de Sotomayor cayó prisionero del mítico caballero francés Bayardo, el «paladín sin miedo», que accedió a liberarle a cambio de un rescate, sin que la rivalidad pareciera ir más allá. Pero una vez de vuelta a las filas españolas, Sotomayor se quejó del mal trato que había recibido y, tras un intercambio de insultos, le retó a un duelo. El resultado fue que el hábil Bayardo hirió a Sotomayor en un ojo, tras lo cual el español se lanzó de forma imprudente contra su enemigo, que le clavó una daga en la garganta. Así halló la muerte Sotomayor.

Once contra once

A raíz del aumento de duelos como el de Sotomayor, los comandantes de los dos ejércitos decidieron que vendría bien concertar una pequeña tregua a finales de septiembre de 1502 y que, de paso, los soldados dirimieran por las armas las cuestiones de la honra. Entre las disputas abiertas, mantenían los galos que si bien la infantería de las tropas españolas se desenvolvía bien sobre el terreno, su caballería, acostumbrada a las morerías de Granada, no tenía parangón con la francesa. Razón suficiente para que empezara la habitual escalada de insultos. Se dice que fue un heraldo francés quien lanzó, en nombre de once caballeros de esta nación, el desafío oficialmente. El Gran Capitán autorizó el encuentro frente a las murallas de Trani, un terreno neutral a medio camino entre el campamento español de Barletta y el francés de Bisceglie.
Grabado de Diego García de Paredes
Grabado de Diego García de Paredes
El duelo debía celebrarse el 20 de septiembre de 1502 a la una de la tarde en Trani, haciendo las veces de árbitros las autoridades venecianas que controlaban este territorio. Los once mejores caballeros franceses contra los once mejores españoles, todos ellos montados en caballo y empleando armas blancas. En el caso español, fue el propio Gonzalo Fernández de Córdoba quien seleccionó a los once entre algunos de sus mejores hombres. Si bien entre los franceses destacaba el mencionado Bayardo, en el bando español lo hacía Diego García de Paredes, «El Sansón extremeño», un mítico soldado extremeño de gran talla.
«El Sansón extremeño» era, de hecho, un consumado especialista en este tipo de lances, en los que se le achacaba más de trescientos duelos sin ser derrotado. «En desafíos particulares, con los más valientes de todas las naciones extrañas, mató solo por su persona, en diversas veces más de trescientos hombres, sin jamás ser vencido, antes dio honra a toda la nación española», anota el médico del siglo XVI Juan Sorapán de Rieros en una de sus crónicas.

Diego García de Paredes niega el empate

Según el relato que trazan las crónicas, la lucha empezó sobre la una y se alargó hasta el anochecer. Uno de los franceses quedó muerto, otro más se rindió forzado por Diego García de Paredes, y casi todos los demás fueron heridos o desmontados. Las bajas españolas fueron mínimas. Gonzalo de Aller se rindió y varios más resultaron heridos o descabalgados. Lo que no pudieron prever los hispanos es que la resistencia francesa fuera a ir tan lejos. Así, los franceses supervivientes se atrincheraron entre los caballos muertos y formaron una especie de castillo que, tal vez por el olor a muerte, resultaba inaccesible para los caballos españoles. Desde esta peculiar fortaleza los franceses se defendieron de los sucesivos ataques de los confundidos españoles.
Tras cinco horas de lucha, los franceses solicitaron detener la disputa, dando a los españoles por «buenos caballeros». A los españoles les pareció conforme, sobre todo porque la noche estaba cayendo, pero no a Diego García de Paredes, quien solo concebía la victoria absoluta. Sentenció así que «de aquel lugar los había de sacar la muerte de los unos o de los otros». En una de sus demostraciones de fuerza hercúlea, ya sin su espada, arrancó las enormes piedras con las que los venecianos habían delimitado el campo y empezó a arrojarlas brutalmente contra los caballeros franceses, ante el asombro de la multitud y de los propios jueces.
El Gran Capitán y sus oficiales más cercanos en la batalla de Ceriñola
El Gran Capitán y sus oficiales más cercanos en la batalla de Ceriñola- Museo del Prado
Como es natural frente a tal cabritada, los franceses «salieron del campo y los españoles se quedaron en él con la mayor parte de la victoria». Los jueces del tribunal, no en vano, dictaminaron tablas, sentenciando que la victoria era incierta, de tal manera que a los españoles «les fue dado el nombre de valerosos y esforzados, y a los franceses por hombres de gran constancia»
Esta conclusión no convenció a casi nadie. Al finalizar la contienda un mensajero fue a informar al Gran Capitán del empate: «Señor, los nuestros vinieron a nosotros por buenos», es decir, tanto como los franceses. El general castellano replicó: «Por mejores los había yo enviado».