lunes, abril 09, 2018


«Los españoles somos durísimos juzgando a nuestros héroes. Nos atraen más los personajes controvertidos»

ABC Historia conversa con el historiador Agustín R. Rodríguez González sobre algunos de los capitanes españoles rescatados en su nuevo libro «Señores del Mar»

 

En otra vida no le habría hecho feos a acompañar a Álvaro de Bazán en su misión de salvar, desde la retaguardia, las líneas cristianas en Lepanto. O a ser uno de los pilotos que gobernaban con brazos de hierro los grandes galeones atlántico de aquella exitosa y feliz hazaña que fue la Flota de Indias. O tal uno de esos marineros y científicos ilustrados del siglo XVIII, al estilo de Churruca o Alcalá-Galiano. No cabe duda de que historiador Agustín Rodríguez González (Madrid, 1955) habría sido, dado su pasión descomunal por la mar, un excelente miembro de la Armada española, pero en ningún caso habría hecho tanto por su olvidada memoria como lo ha procurado a través de su labor de investigación y divulgación. Porque, todo. Todo está en los libros.
Tras abordar recientemente sendas biografías a las figuras de Antonio Barceló y Álvaro de Bazán, este académico de Historia publica ahora el libro «Señores del mar» (La Esfera de los libros, 2018), un recorrido apasionante por 500 años de historia, de la conquista del Nuevo Mundo hasta el Desastre del 98, en busca de algunos de los marinos españoles más brillantes y, al mismo tiempo, desdeñados. «Los españoles somos durísimos juzgando a nuestros héroes», advierte en una entrevista a ABC el autor de una treintena de obras dedicadas a la historia naval.
¿Por qué han caído en el olvido los personajes que usted trata en el libro?
Elegí precisamente este libro para reparar la injusticia y corregir la imagen sesgada y parcial de nuestros marinos. Se dice que uno de los grandes defectos de los españoles es la envidia, pero el origen de la envidia es la soberbia. Reconocer que alguien es mejor en algún campo o aspecto le suele costar mucho trabajo a los españoles, como se puede percibir incluso hoy en la sociedad. Esto hace que nos atraigan más los personajes controvertidos que los personajes virtuosos. A esto, se añade la larga tradición en España de admiración hacia la figura del héroe no reconocido ni recompensado, al estilo del Cid Campeador. Nos gusta este tipo de héroes maltratados por el Rey y al que luego se le acaba reparando con el tiempo. Claro que sería mejor evitar el maltrato en vida, que luego repararlo muerto.
No conocemos a los héroes españoles, pero sí a los extranjeros a través de la literatura y el cine.
Hay un total desconocimiento de nuestra historia y cierta candidez a la hora de leer lo que han escrito otros países sobre nosotros. Hemos olvidado a menudo que los estados del mundo, más allá del vínculo afectivo, son grandes empresas que compiten con nosotros y no están dispuestas a hablar bien del resto. Nos hemos creído así versiones de la historia de nuestros competidores, de gente que quería esconder nuestros logros y exaltar los suyos. En toda Europa tienen cosas de las que lamentarse; no somos ninguna anomalía.
«España era el problema, Europa la solución», decía Ortega. ¿Somos un país excepcionalmente negativo?
La autocrítica constante más que ser positiva en España ha servido, por exceso, para excusar cualquier comportamiento. El resultado es que los españoles han imaginado que viven en un país desastroso y aislado del mundo, sin entender que en países vecinos se han vivido sucesos idénticos. Cuando hemos buscado con quién compararnos no lo hemos hecho con los vecinos, sino con la «perfección absoluta». Al preguntarnos, por ejemplo, si nuestra Armada estaba a la altura nos hemos dejado llevar al terreno del siglo XVIII, momento de máximo esplendor de la Royal Navy. Y en vez de compararnos con la débil Marina francesa o con la de Alemania e Italia, que ni siquiera existían como estados, lo hemos hecho solo con los ingleses. ¿Por qué con la potencia puntera? ¿Por qué no comparamos con Inglaterra pero en el siglo XVI o en el XVII?
Fotografía de archivo de Agustín R. Rodríguez González
Fotografía de archivo de Agustín R. Rodríguez González
La Armada española es una de las grandes damnificadas de este menosprecio, ¿por qué han olvidado los españoles su importancia?
Si conociéramos bien nuestra historia y la de nuestros vecinos sabríamos que no somos excepcionales por nuestras flaquezas, sino precisamente por nuestros puntos fuertes. Así es el caso del desarrollo de nuestra Armada, un tema central en la historia de España, que se ha tratado de minusvalorar, a pesar de que nuestra bandera procede de la Marina y hasta el escudo tiene como única referencia a una hazaña colectiva el lema de Plus Ultra. Debemos recordar que no fuimos un pequeño país mediterráneo, sino una gran potencia atlántica durante 300 años. El maravilloso Imperio británico, con el que nos gusta compararnos en su momentos de esplendor, duró menos de un siglo; mientras el nuestro aguantó tres siglos en pie y dejó un fondo cultural evidente, como demuestra el que el castellano supere ya como lengua materna al inglés.
Usted en su libro denuncia el mito de los capitanes ilustrados y virtuosos en la ciencia pero derrotados por malos militares en Trafalgar
Es sorprendente que un país con nuestra tradición guerrera se haya creído el mito de que nuestros marinos, incluso siendo brillantes científicos y navegantes, luego eran pésimos militares. Es una imagen que se crea a partir del siglo XIX por una mala interpretación tras la batalla de Trafalgar. La culpa es de Pérez Galdós y de la ficción. No en vano, la historia como toda la ciencia avanza y va incorporando otros datos y otras visiones.

Un repaso a 500 años de historia olvidada

Andrés de Urdaneta alcanzó fama universal por lograr el tornaviaje desde Filipinas, esto es, el viaje de vuelta a América. Usted recupera su vida de «película» en uno de los capítulos del libro.
Es un personaje que se merecería toda una serie biográfica, porque su vida es una auténtica novela desde que se alistó a la expedición en las Islas Molucas, siendo secretario de Juan Sebastián Elcano, hasta que murió siendo un fraile en Ciudad de México. Es trascendental su éxito, porque repitió en el Pacífico la hazaña de Colón en el Atlántico. Porque el problema no era tanto ir a las islas Filipinas, sino conseguir volver sin ir por la ruta portuguesa de África. Urbaneta remontó hacia el norte, prácticamente hasta Japón, y desde allí fue hacia Acapulco. Aquello fue importante porque supuso comprender la dinámica y el funcionaba el mundo. Como figura militar, en cierta ocasión desafió a una flota portuguesa nadando hasta sus barcos y luego regresando de espaldas para no perderles la cara. Hay personas bastante más aburridos de los que se han hecho superproducciones.
Retrato de Álvaro de Bazán
Retrato de Álvaro de Bazán
Su anterior libro estuvo centrado en la figura de don Álvaro de Bazán, en esta nueva obra recuerda usted que aquel no fue el único miembro destacado de esta familia
Es toda una dinastía más allá del célebre Bazan. Está el fundador, Álvaro de Bazán «el Viejo»; el célebre Álvaro Bazán y su hermano Alonso; luego su hijo y luego su nieto. Es un fenómeno curioso porque en España las dinastías son raras, y porque era una familia noble que podría haber vivido tranquilamente dedicada a otros campos, pero eligió la dura vida del mar. El grande de verdad fue el Bazán de Lepanto y de las Terceiras, si bien todos son sorprendentemente competentes. El hijo, de hecho, es muy conocido porque está en el cuadro del Socorro de Génova del Museo del Prado. La gente que va al museo le ve a diario sin saber quién es ese señor.
Pedro de Zubiaur, otro de los capitanes olvidados, demostró con una serie de victorias en el Canal de la Mancha que la guerra de España contra Inglaterra del sigglo XVI fue algo más que la archiconocida Armada Invencible.
En otros siglos la gente vivía vidas que eran como tres o cuatro como la nuestra. La trayectoria vital de Pedro de Zubiaur así lo demuestra. Fue desde naviero y diplomático en la labor de sacar a españoles de las prisiones inglesas de Isabel Tudor, hasta espía y militar. Acabó al frente de una flota de corsarios dedicada a combatir a los ingleses. Es decir: un 007 que, además, llegó a ser un almirante de prestigio. Otra de sus facetas menos conocida fue la de inventor. En Valladolid probó una máquina para elevar el agua del río.
Juan Gutiérrez de Garibay es un completo desconocido.
Sí, totalmente. Era un señor muy tranquilo que no dio nunca ningun escandalo y ha pasado inadvertido a pesar de su asombrosa biografía. De niño fue abandonado por sus padres y, con 14 años, se escapó hasta Sevilla para alistarse en la Flota de Indias. Durante años guardó las costas americanas desde Carolina del Norte hasta el Estrecho de Magallanes. Fue el almirante que más Flotas de Indias se trajo con éxito de América, en concreto 16, derrotando dos veces a escuadras inglesas superiores a la suya. Terminó sus días siendo un gran noble en Sevilla, a pesar de que allí, precisamente, había llegado siendo un niño con lo puesto.
Si Bazán fue el mejor almirante español del siglo XVI, ¿se podría decir que Fadrique de Toledo y Osorio fue el más competente en el siglo XVII?
Fadrique, perteneciente a una de las ramas de la familia Alba, se hizo famoso por el excelente trato que daba al enemigo vencido. Cuando recuperó Salvador de Bahía hay un buen puñado de oficiales y de soldados holandeses que, viendo la falsedad sobre las crueldades de los españoles, se alistaron a su mando. Probablemente es el mejor marinero español del siglo XVII, porque es un gran almirante en la mar, pero también tiene una mente privilegiada para las operaciones anfibias. No hay que olvidar que son dos cosas muy distintas y en la historia del mundo hay una infinidad de almirantes brillantes en el mar, como Nelson, que luego han fracasado en las operaciones combinadas.
Según la versión novelada, Fadrique cayó en desgracia por los celos del valido del Rey, el Conde Duque de Olivares, cumpliendo aquí con la figura del «héroe maltratado», ¿se trata de un historia mitificada?
No se puede decir que fuera un héroe traicionado. La caída de Fadrique coincidió con una guerra abierta entre Olivares y la familia de Alba. El Conde Duque tenía una forma de gobierno muy autoritaria y personalista. Las cosas tenían que hacerse cómo y cuándo él decían. Don Fadrique se quejó de que nunca le dio descanso (llevaba más de una década sin ver a su mujer) y de que para cumplir las órdenes de Olivares tuvo que poner dinero de su bolsillo para pagar las tripulaciones y para reparar los barcos. En esta rivalidad creciente chocaron dos formas de ser muy fuertes: la de Olivares, que era un hombre bastante inteligente y bien formado; y por otro lado, Fadrique, que dio cuenta de que el valido estaba fracasando en su estrategia durante la separación de Portugal y el levantamiento de Cataluña. Cuando el almirante cometió cierta indisciplina, hartó de obedecer órdenes sin más; Olivares realizó un escarmiento ejemplar con él.
Representación de Antonio de Oquendo
Representación de Antonio de Oquendo
Antonio de Oquendo ocupa otro lugar importante en la obra, sin embargo, hoy se le recuerda sobre todo por una derrota contra los holandeses (la batalla de las Dunas de 1639). ¿Qué se puede decir en su defensa?
El éxito y el fracaso a veces son dos grandes impostores. Piensa que Van Gogh fracasó en su vida: nunca vendió un cuadro. No es tan importa si has triunfado o has fracasado en apariencia, sino lo que has aportado y lo que ha significado para su tiempo. Hay veces que las batallas se ganan, no por capacidad, sino por otros muchos factores. En este sentido, no creo que nadie en Francia diga que Napoleón fuera un inútil militarmente a pesar de la derrota en Waterloo o de Rusia. Sin embargo, en España el Gran Corso habría sido considerado un inepto, porque ganó unas cuantas batallas, sí, pero al final las perdió todas. Aquí somos los españoles: durísimos en el juicio.
Oquendo ganó muchas batallas a lo largo de su vida, pero en 1639 le pusieron al mando de un plan descabellado y, a pesar de la derrota, hizo cosas portentosas. Consiguió volver con su barco a España en una situación de inferioridad e incluso ganar una batalla en el regreso contra los franceses. A su vuelta murió agotado.
Del siglo XVII salta usted directamente al XIX, ¿por qué ha excluido a la generación ilustrada?
Juzgué que era la más conocida. No iba a escribir nada nuevo sobre Blas de Lezo o sobre los héroes de Trafalgar. En general, es la parte más estudiada de la historia de la Armada, porque es cuando se formaliza este cuerpo como institución y, por otra parte, porque los ingleses nos han llevado a su terreno. El siglo XVIII supuso el despegue como potencia de Inglaterra. La historiografía mundial, no solo naval sino militar, está controlada tradicionalmente por autores británicos, que se han centrado en el XVIII, al igual que los franceses han procurado no hablar mucho de las guerras napoleónicas ni de cuando Alejandro Farnesio entró dos veces en París aclamado por los ciudadanos. Prefieren hablar del reinado de Luis XIV… Y solo de una parte.
Fotografía de José Ferrándiz y Niño
Fotografía de José Ferrándiz y Niño
El libro sirve para recordar que hubo vida en la Armada más allá de Trafalgar.
Sí, los marinos del siglo XIX son los grandes desconocidos. Gente que participó en las Guerras de Emancipación y que, tal vez por reacción la Armada ilustrada del siglo anterior, no se lamentaban por la falta de medios y de dinero, ni por lo que pudieran decir de ellos en la Corte. Están dispuestos a vencer como sea. Y desde luego son gente mucho más decidida en el combate.
La siguiente generación, la que acompañó a la Primera Revolución Industrial, intentó ser la vanguardia en la innovación científica y tecnológica de España. Estos marinero científicos son los últimos personajes que incluyo en el libro, empezando por Joaquín Bustamante y siguiendo con Jaime Janer Robinson. Una generación científica que ha pasado bastante desapercibida.
Uno de los últimos héroes de su libro es José Ferrándiz y Niño, que se se encarga de reconstruir la Armada y dotarla de un nuevo espíritu. ¿En qué consiste ese nuevo espíritu?
Tras el Desastre del 98 incluso la gente que había apoyado la idea de que España tuviera una Armada poderosa empezaron a pensar que tal vez no valemos para construir barcos ni manejarlos, que lo que tenemos que hacer como mucho es un servicio de guardacostas. Ferrándiz se encontró una Armada completamente desmoralizada, que no sabía por dónde tirar, ni cuál era su papel. Él consiguió renovarla y trazar las directrices que siguen hoy en día presentes. En paralelo a este esfuerzo tecnológico, promovió a gente joven, con ilusión, no gente desengañada o cansada. Si en esa época se habló de que España necesitaba urgentemente un cirujano de hierro, y nunca apareció; en la Armada sí apareció.